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Era casi medio día de un Martes de Semana Santa, un sol agobiante e insistente ardía haciendo calentar el suelo de las calles solitarias y ausentes del acostumbrado suburbio caraqueño, parecía que el pavimento estuviera reclamando a gritos sus habituales millones de piernas, pies y pasos cotidianos.

En una de las vacías calles principales, cuatro niños empapados en sudor, como si el inclemente sol no existiera para ellos, pateaban alegremente una improvisada pelota hecha con un cartón de leche y descuidadamente amarrada con un curtido retazo de tela vieja.

Roberto era el mayor de todos, pero de apenas doce años, con sus ojos grandes y saltones que haciendo juego al desordenado cabello ensortijado, hizo alarde de su aventajada edad, pateando con todas sus fuerzas la mayugada pelota hacia la esquina próxima, que inexplicablemente fue a estrellarse al parabrisas de un carro último modelo que casualmente se disponía a tomar la calle principal, inmediatamente Roberto y sus amigos emprendieron veloz carrera cruzando la avenida, mientras el menor, de siete a ocho años, lloraba tratando de sacar los pies de una inmensa alcantarilla que lo había atrapado, daba la impresión que la calle principal quería tragárselo, Roberto desesperado regresó por su ayuda:

¡VENTE... TITO... AGÁRRATE!

Tito estiró su brazo para encontrarse con el de Roberto y utilizando todas sus fuerzas logró liberarlo de los horribles dientes del pavimento, en el preciso momento que el hombre dueño del auto se encimaba a ellos.

Los niños prosiguieron su carrera para desaparecer hábilmente entre el laberinto de callejones del barrio donde vivían, era un barrio a las fronteras de la ciudad, oculto adrede por enormes edificios y separado de la sociedad por la calle principal.

El Dueño del auto, un hombre largo, elegantemente trajeado, aún descontrolado pero todavía fresco por el confort que brindaba el aire acondicionado de su vehículo, miraba profundamente los callejones del barrio, pero sin atreverse a entrar, como si supiese realmente donde vivían cada uno de los niños, decepcionado regresó con pasos lentos observando su último modelo, sobre el capot, resplandecientes minúsculas partes de vidrio y al centro el cuerpo de la improvisada pelota, se veía como verdaderos diamantes adornando y cortejando un sucio cartón de leche.

 


 

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Y ERA UN VIERNES DE SEMANA SANTA

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